Planta del Diccionario
'Coruña'
de la lengua española actual
Por José-Álvaro Porto Dapena
1.1. Circunscribiendo nuestro objeto: el español estándar
Nuestro objeto de estudio se circunscribe, pues, al
español estándar, entendiendo por tal la modalidad lingüística
comúnmente admitida como modelo de corrección, al ser la utilizada
tanto para la comunicación oral como escrita por las personas de
cultura media y superior, circunstancia que le presta un mayor
prestigio y fijación frente a las variedades dialectales, de carácter
más bien popular. No se trata, obviamente, de una variedad homogénea ni
mucho menos, ya que, aparte de estar constituida por múltiples
registros o estilos (formal o informal, literario, científico, solemne,
etc.), varía a su vez diatópicamente, puesto que, al margen de la
diferenciación dialectal de la lengua, aunque sin duda influida por
ella, la forma normal de realizar la lengua las personas cultas puede
presentar asimismo peculiaridades regionales, cosa que nos lleva a
postular la existencia —al menos en español— de normas diferentes que
en su conjunto constituyen lo que denominamos variedad estándar:
es obvio que, por ejemplo, el español peninsular responde a una norma
distinta a las correspondientes a los distintos países
hispanoamericanos.
A veces se habla del español común o de una especie de
supernorma que cabría interpretar como el conjunto de elementos o
aspectos del español en que coinciden todos sus hablantes, variedad
que, además de identificarse frecuentemente con la estándar, vendría a
constituir la prueba más contundente de la esencial unidad de nuestra
lengua. Pero esto no deja de ser un puro ideal romántico que en rigor
tiene poco que ver con la realidad: verdaderamente lo que podemos
considerar fondo o denominador común a todas las variedades normativas
del idioma no puede constituir de ninguna manera a su vez una variedad
lingüística independiente, puesto que ese fondo común nunca
representará por sí mismo ni siquiera una lengua funcional completa.
Otra cosa es que todas esas variedades normativas del español tengan,
como de hecho así es, muchas más coincidencias que discrepancias, lo
que le presta a nuestra lengua —en comparación con otras de cultura—
una relativa unidad o uniformidad. No existe, pues, una variedad común
o supernorma; lo que existe en realidad son diversas normas del español
con una amplísima coincidencia sobre todo en su modalidad escrita, lo
que supone por cierto no poco sacrificio para quienes desconocen, en el
nivel fonológico, oposiciones como s / θ, o l / ʎ, por ejemplo.
Refiriéndonos al nivel léxico, que es precisamente donde
por lo general se producen mayores discrepancias entre las distintas
variedades normativas, no tendría ningún sentido ceñirnos al estudio
del léxico común, el cual sin lugar a dudas no cubriría todos los
campos y, en definitiva, las realidades designadas por la lengua.
Notemos que, aun cuando dos variedades coincidieran en la estructura de
sus paradigmas léxicos, podrían realizarlos en la práctica mediante
vocablos diferentes o los mismos con significados distintos: la
oposición coche / carro del español peninsular se corresponde
con carro / carreta en América; para un colombiano un tinto
o un bocadillo representan realidades muy distintas que
para un español, etc. Todo esto nos lleva a la conclusión de que un
diccionario, como el nuestro, que pretenda registrar el léxico del
español estándar no podría en modo alguno circunscribirse a las
palabras coincidentes de todas las variedades normativas, porque
verdaderamente no existe un léxico común, entendido como conformador de
uno o varios sistemas funcionales. El diccionario tendrá que ocuparse,
pues, tanto del léxico común como del específico de cada una de las
variedades normativas.
En lugar de exclusivamente el léxico común, lo que
sí podría hacerse es estudiar una sola variedad normativa (por ejemplo,
la peninsular, como hace el DEA, o la de México, Argentina,
etc.) o, según procede la Academia y por lo común todos los
diccionarios generales, considerar la norma del español de España —y
más concretamente la utilizada en el centro peninsular—, interpretada
como estándar, y complementarla en mayor o menor medida con elementos
procedentes de las variedades normativas americanas e incluso
peninsulares. Este procedimiento tiene el inconveniente de que los
elementos exclusivos del español peninsular aparecen en el diccionario
sin ninguna marca, confundiéndose así con los que son comunes a todas
las variedades. Es lo que ocurre, por ejemplo, en el DRAE con
las palabras aparcamiento y aparcar, usadas
prácticamente solo en la Península, extremo del que no se informa en
absoluto; lo mismo ocurre con patata, también exclusiva del
español peninsular e indicadora del tubérculo que en América se
denomina papa. Desde luego lo ideal será marcar en cada caso
las formas propias o exclusivas de una o más variedades normativas —no
solo los americanismos, por ejemplo— y dejar, obviamente, sin marca
únicamente los vocablos o usos de carácter general o común. Solamente
de ese modo la variedad estándar aparecerá perfectamente descrita, al
presentar claramente delimitadas todas y cada una de las normas que la
componen, y no en una mezcla indiscriminada, como si de una verdadera
coiné se tratase.
Es cierto que en el caso de nuestra lengua no siempre es
posible aplicar este criterio discriminador o contrastivo porque
carecemos todavía de datos suficientes sobre la extensión geográfica
real de los elementos que conforman nuestro léxico. Sería necesario
llevar a cabo antes una recogida sistemática y exhaustiva de las
unidades léxicas que conforman todas y cada una de las variedades
normativas del español, mediante la recopilación de diccionarios o bien
integrales, como los que sobre el español de México se han elaborado y
se están elaborando en estos momentos, o bien contrastivos como los que
sobre el español de América se están realizando, bajo la dirección de
G. Haensch y R. Werner, en la Universidad de Augsburgo. Desde luego
ningún corpus de los actualmente existentes sobre el español general
sería absolutamente fiable para establecer esa delimitación, que aquí
asumimos como ideal y que en el Diccionario “Coruña” aplicaremos
siempre que sea posible.
En relación con la determinación de los vocablos y usos
específicos de una determinada norma, ya hemos dicho antes que no deben
confundirse ―como ocurre a veces— con los dialectalismos o elementos
exclusivos del dialecto o dialectos utilizados en la correspondiente
zona. Evidentemente, de los localismos característicos de una
determinada región se considerarán tan solo aquellos que, en
condiciones normales, son empleados por las personas cultas cuando se
expresan en la variedad normativa; pero no cuando los utilizan
exclusivamente hablando en el dialecto del lugar. Lo que no se debe
hacer, pues, es recoger indiscriminadamente todos los elementos léxicos
peculiares sin importar el nivel lingüístico a que pertenecen. En
nuestro caso concreto el criterio discriminador que debemos aplicar no
puede ser otro que ceñirnos siempre a textos no dialectales, esto es,
realizados en las condiciones que exigen y determinan la utilización de
la lengua estándar. Esto supuesto, del vocabulario típico de una región
o país, el DCLEA recogerá:
a) Por supuesto los
vocablos o usos que se hayan generalizado, pasando a las otras
variedades normativas.
b) Los que se refieran a
realidades exclusivas de la región.
c) Los que aparecen en la
lengua escrita —literaria o no— sin ninguna intención localista:
imaginemos un artículo periodístico sobre política internacional, un
ensayo de tema filosófico, o una traducción de una obra cualquiera.
d) Los que se detectan en
la lengua oral representada por discursos, conferencias, emisiones
radiofónicas, etc.
e) En general los que
aparecen en la lengua conversacional de individuos que no pretenden
expresarse en otra variedad lingüística que la general, cosa
especialmente patente cuando se dirigen a personas pertenecientes a
otras normas lingüísticas: pensemos, por ejemplo, en la conversación
entre un peruano y un español.