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Planta del Diccionario 'Coruña' de la lengua española actual

Por José-Álvaro Porto Dapena

1.2.  Español estándar vs. lenguas especiales

No hace falta insistir en que, cuando nos referimos tanto a la variedad estándar como a cada una de las normas que la componen, no estamos hablando de un único sistema lingüístico, sino, por el contrario, de la confluencia de un sinnúmero de lenguas funcionales, como diría Coseriu. Estas lenguas funcionales, cuya utilización ya no viene determinada por las características socio-culturales del hablante, sino por las puras circunstancias que rodean el acto lingüístico, constituyen, como es sabido, los denominados registros o estilos, que se reducen básicamente a tres: por una parte el elevado y formal, cuando la interacción lingüística implica una elaboración consciente y reflexiva del discurso, y, por otra, el informal o espontáneo, que, por el contrario, surge libremente sin elaboración previa alguna, constituyendo lo que comúnmente viene denominándose lenguaje coloquial o, también familiar, porque generalmente —aunque no sea necesariamente así— se asocia al coloquio o lenguaje oral entre personas de confianza, frente al formal y sobre todo el elevado, que tendrían más típicamente carácter escrito. Naturalmente, no vamos a realizar ahora una enumeración completa de todos los estilos o registros que podemos detectar en nuestra lengua, punto sin duda fundamental para la elaboración de un diccionario, habida cuenta de la necesidad de marcar debidamente la pertenencia de una palabra, expresión o uso a cada uno de esos registros; dejaremos la cuestión para más adelante, al tratar precisamente de la marcación diafásica. Puesto que de lo que nos estamos ocupando es de establecer una delimitación lo más precisa posible del objeto de nuestro diccionario, nos toca abordar aquí la cuestión de la relación entre el español estándar y lo que podemos llamar “lenguas especiales”.

 

Tanto en los registros elevado y formal como en el informal cabe situar, efectivamente, a su vez, una serie de lenguas especiales, cuya total inclusión en un diccionario general resulta por cierto bastante problemática; entre otras, por dos razones fundamentales: en primer lugar por tratarse de registros de uso muy restringido, y, por otro lado, porque su inclusión desvirtuaría la finalidad de un diccionario de ese tipo, dirigido más bien a un público no necesariamente especializado. Me estoy refiriendo, claro está, a los lenguajes técnico-científicos, por una parte, así como, por otra, a las jergas y argots, caracterizados más que nada en ambos casos por su vocabulario particular. Y, naturalmente, en este mismo apartado conviene incluir ciertas nomenclaturas, como nombres propios, siglas y abreviaturas, flora, fauna, etc.

 

Los lenguajes técnico-científicos están representados por todo un conjunto de terminologías propias de cada técnica o disciplina científica, terminologías a las que en unos casos se les suele dar una acogida sin duda excesiva en los diccionarios generales, mientras que en otros existen evidentes deficiencias; así, es frecuente en los diccionarios la inclusión casi al cien por cien de la terminología gramatical —al menos la tradicional— o, por ejemplo, la del Derecho. Realmente no resulta fácil determinar dónde ha de situarse el límite en la inclusión de términos científicos: desde luego eliminar totalmente las terminologías no parece en absoluto aconsejable, máxime cuando muchos de los vocablos pertenecientes a éstas forman también parte del léxico general; pero abrir totalmente la mano tampoco parece lícito, puesto que el aluvión de términos científicos podría fácilmente ahogar el léxico general, convirtiendo además el diccionario en lo que sería más bien un diccionario enciclopédico o, en todo caso, de terminologías. Desde un punto de vista teórico, el criterio que debemos aplicar es claro: se admitirán como entradas tan solo aquellos términos cuyo uso haya trascendido el ámbito que les es propio para ser empleados por hablantes no especialistas en la técnica o ciencia correspondiente. El principio puede resultar sin duda aleatorio, puesto que el nivel de conocimientos que un hablante medio pueda tener de disciplinas ajenas a sus intereses profesionales puede variar mucho de unos individuos a otros y, por lo tanto, será difícil determinar en qué medida un término habrá rebasado los límites de uso que le son propios. Un procedimiento de delimitación posiblemente adecuado podría consistir en partir de un nivel de conocimientos científico-técnicos no superior a los de Bachillerato o poco más, y, por lo tanto, utilizar como fuentes del corpus lexicográfico únicamente textos relativos a este nivel de enseñanza y, desde luego, a la producción científica de tipo divulgativo. En todo caso antes de la inclusión o exclusión de un vocablo perteneciente a una terminología convendría siempre contar con la opinión autorizada de un especialista en la materia, a quien desde luego habrá que consultar a la hora de redactar la o las correspondientes definiciones.

 

Por lo que se refiere a las jergas y argots, el DCLEA pensamos que debe mantenerse totalmente al margen, a no ser que se trate de palabras —o acepciones de palabras ya existentes— cuyo uso se haya también generalizado y, por lo tanto, ya no se estudien como pertenecientes exclusivamente a esos registros. Un caso lo tenemos, por ejemplo, en el vocablo guay ‘bueno’, surgido hace unos años en el argot juvenil, pero que hoy se ha extendido en el lenguaje coloquial en general y de hecho ya ha sido aceptado por los diccionarios, incluido el de la RAE. Y hablando de otros diccionarios sincrónicos, es frecuente por cierto encontrar en ellos, por ejemplo, términos jergales como los llamados “de germanía”, debido a la presencia de éstos en obras literarias. Creemos que, salvo las naturales excepciones, este tipo de palabras no deben figurar en ningún diccionario del español actual.

 

No hace falta insistir en que los diccionarios tampoco deben registrar los nombres propios tanto geográficos como de animales o personas, aun en el caso de que, como ocurre con frecuencia, sean la base o punto de partida de otras palabras que sí, en cambio, deben figurar. Así, en el DCLEA deberán registrarse, por ejemplo, felipismo y felipista, pero no Felipe González; también coruñés, pero no Coruña, etc. La razón es obvia: porque los nombres propios no forman parte del léxico de la lengua, y no forman parte del léxico porque carecen de significado —lo poseen en todo caso sólo en el plano etimológico— y responden a una función puramente referencial, lo que implicaría un estudio de las realidades a que apuntan, cosa que convertiría el diccionario en una pura enciclopedia. Existen, sin embargo, de hecho dificultades en la práctica, por ejemplo en el caso no infrecuente de sustantivos cuya clasificación como comunes o propios puede plantear dudas; por ejemplo, navidad figura como nombre común (con minúscula inicial) en el DRAE, mientras que el DEA lo registra como propio (esto es, con mayúscula). Pero esto último significa, por otro lado, que los diccionarios no siguen a rajatabla el criterio de no incluir los nombres propios como entradas: el mismo DRAE, por ejemplo, acepta, entre otros, nombres de festividades como Epifanía, Pentecostés; nombres de divinidades como Alá, Cristo, Dios; de astros y constelaciones como Luna, Osa Mayor, Osa Menor; signos del Zodíaco, puntos cardinales, disciplinas científicas, etc. La presencia de algunos de estos nombres podría justificarse por el hecho de que o bien, como es el caso por ejemplo de sol, tierra, norte, dios, poseen usos como nombres comunes —y en esta circunstancia son, por tanto, ineludibles— o, por otro lado, entran en la definición de otras palabras, definición que implicaría una pista perdida de no aparecer claramente definido el nombre propio en cuestión; así, en el propio DRAE encontramos

 

kantiano, na. adj. Perteneciente o relativo a Immanuel Kant o a su obra;

 

pero Kant no aparece por ninguna parte. Esto último puede solucionarse muy bien si en la propia definición se incluye una breve indicación acerca de la referencia del nombre propio, recurso que habrá de adoptarse en el DCLEA, donde, por supuesto, se evitará siempre el registro de nombres propios.

 

Finalmente, en relación con otras nomenclaturas como las referentes a la fauna y flora, en el Diccionario “Coruña” se registrarán, obviamente, las representadas por los nombres tradicionales, que en todo caso irán acompañados del nombre científico correspondiente. Las restricciones en este campo que habrán de aplicarse no serán otras que las ya señaladas a propósito del nivel lingüístico y en relación con las terminologías en general. En este último aspecto habrán de aceptarse como entradas, por ejemplo, todos los nombres de géneros y familias utilizados en las correspondientes definiciones y descripciones de los nombres tradicionales; por ejemplo, mamífero, digitígrado, marsupial, etc. en el caso de los animales, o fanerógama, dicotiledónea, crucífera, etc. en el de las plantas.


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